sábado, noviembre 22, 2008

Pateando palomas

De pequeño como todo niño estuve fascinado por los animales. Los sapos fueron los primeros en recibir mi atención. Me encantaba rociarlos con sal y mirar su agonía. Pasaba horas apedreándolos y mirando como se transformaban en hamburguesa. En noviembre y diciembre el método estaba centrado en explosivos que eran tan fáciles de conseguir para un menor en esa época.
A las langostas del patio las controlaba cortándole las patas o la cabeza. A los grillos los encerraba en frascos y creaba mis pociones venenosas con lo encontraba en la casa, aceite, vinagre, alcohol, lavandina. Tenía colecciones de arañas que hacía pelear en cajitas de madera, a la ganadora le regalaba hormigas como ofrendas (las que no comía yo, porque disfrutaba ver la cara de mis amigos cuando masticaba hormigas rojas que te hacían picar la boca con su ácido fórmico).
Sentía fascinación por las trampas para ratas y su mecanismo medieval. Detestaba a Jerry y soñaba con Tom tragándoselo en un gran festín.

Las palomas nunca formaron parte de mi obsesión infantil. Cuando en mi adolescencia comencé a traspasar los límites del barrio para ir al secundario, puede ver lo que es una plaga real. Era una de las primeras veces que andaba solo fuera del barrio. Caminaba extasiado con mi libertad, sintiéndome adulto por cargar unos libros de biología y tener un blazer heredado que me quedaba demasiado holgado. Era un momento perfecto en el que sentía que comenzaba mi vida, que no necesitaba a mis padres. Estos pensamientos me mantenían drogado cuando un golpe en plena cara me dejó atontado. Los libros cayeron al suelo y se cortó la banda elástica que los sujetaba. Comprendí que dos palomas me habían golpeado de lleno porque me aventuré a caminar entre ellas. Fueron unos segundos eternos. Todo se movía lento. Todos se reían. Yo, el idiota que hasta los seres más inofensivos atacaban. No me podía mover. No recogía mis libros. Solo sentía las lágrimas de impotencia que caían por las mejillas. Supe que era una guerra. Una de esas guerras para toda la vida. Bajaba del colectivo en una plaza y antes que mi pie abandonara el escalón tenía que calcular no tocar a uno de estos bichos y realmente prefería pisar un sorete canino. Detestaba la arrogancia con la que caminan, como si nosotros (humanos, pensantes y superiores tuviésemos que pedirles permiso para andar). Invaden todo, ensucian todo. Se alimentan de todo, no perdonan ni la arena que se desprende del cemento de los monumentos. Se mofan de la belleza que crea el hombre. Si ves la Catedral de cualquier ciudad verás los estragos que son capaces de cometer.
Estoy convencido de que tienen su propio lenguaje. Ellas saben quien soy, lo comentan entre ellas. Son bichos espantosos y la gente les tiene cariño. Son portadoras de las mismas pestes que las ratas, pero corren mejor suerte que sus hermanas no aladas. La gente las alimenta. Las mira con cariño. Las cuida. Deja que sus hijos jueguen con ellas en las plazas. Algunos permiten que se posen sobre sus cuerpos como si estos fueran estatuas de próceres. Las que habitan en la ciudad sufren monstruosas deformaciones. Se parecen a gallinas mutantes. En sus picos llevan carnosidades similares a las de un leproso. Así y todo se las mira con ternura. Se simboliza a la paz con una de estas abominaciones, como si el color blanco les otorgase la pureza que no tienen. En el cristianismo representan al Espíritu Santo, concediendo menos dudas a una posible infidelidad de María. Si en un libro de catequesis veía una paloma, si veía el logo de la ONU, me venía la misma sensación. El mundo se detenía, sudaba frío por la espalda y aparecían las nauseas.

Volví a los ritos de mi niñez envuelto en una locura obsesiva. Si se cruzaban en mi camino las pateaba ante miradas reprobatorias de señoras y bocas abiertas de niños. Si se posaban en la ventana del aula les disparaba con improvisados proyectiles: bolígrafos, gomas, reglas. No me importaba la sanción. En los recreos subía al campanario de la parroquia (concurría a un colegio católico) y les dejaba semillas con veneno de rata. Era indescriptible el momento en que caían como plomo produciendo un sonido seco en el patio. El rector no sabía que sucedía, era normal ver a la portera con una bolsa de consorcio negra cargando los cuerpos de las roñosas. Comencé a cargar líquido para encendedores. Si nadie veía -cuando pasaba por una plaza- las rociaba y siendo tan perezosas, no se molestaban en alzar vuelo; solo se adelantaban grotescamente unos pasos y no los necesarios para escapar del encendedor de cocina que llevaba en mi mochila. Podía pasar horas quemándolas y disfrutando el olor de las plumas chamuscadas. En cuestión de tiempo me hice un pirómano experto. Revisaba cada árbol, cada cornisa que quedaba a mi alcance. Quemaba sus nidos, su mugre. Llegué incluso a llevarme un nido con crías y huevos dentro del Tupper de la merienda hasta casa y observar como se extinguían dentro del microondas. Todos los días me transportaba alguna presa. Las crucificaba. Las electrocutaba. Las ponía en agua hirviendo. Las rociaba con aerosoles. Les inyectaba cualquier cosa que encontrase en el baño, mi preferida era el amoniaco. Les pinchaba los ojos con el punzón de la clase de “Actividades Prácticas” y las soltaba al patio mientras las perseguía con la cortadora de césped hasta sentir cómo se destrozaban en las cuchillas

No comprendí demasiado cuando el doctor dijo meningitis por criptococosis, pero sí que usar mi lunchera para transportar a las indeseadas había sido mala idea. Los síntomas habían comenzado con cefaleas crónicas, vómitos, fotofobia. Ahora sólo escucho palabras del tipo población linfocitaria, TAC, SPECT, anfotericin.
Un despropósito que estas alimañas que trasmiten histoplamosis, toxoplasmosis, clamidiasis, encefalitis, salmonelosis, tuberculosis y muchas más sean consideradas inofensivas.
Mamá cree que estoy dormido. Llorando le cuenta a una amiga que presento un cuadro convulsivo grave y sepsis bacteriana. Que mis secuelas son algún tipo de retraso mental no determinado, epilepsia rebelde al tratamiento, dismetría, trastornos del sueño… y dejo de escuchar cuando veo posadas en la ventana a dos palomas que me miran. Se miran. Estoy seguro que saben quien soy.

8 comentarios:

lucas ignacio dijo...

muy buen relato, es una historia que pude haber vivido.

Sweet carolain dijo...

exceleeeeente, ya mismo te linkeo en

que parezca un accidente, besos

El Sei dijo...

..


huuuu viejo..

mirá..es el primer posteo que leo..

pero me encanta cuando te dejan con la pregunta:


"es un genio escribiendo y imaginándose o está piruchi"?.

jaja..

GENIAL..muy buen text..


después de la cena sigo a ver que más hay..

El Sei dijo...

..

E imaginándose!..

PERDÓN!

Anónimo dijo...

Me hizo acordar a un pasaje de la novela de Pablo Ramos "La ley de la ferocidad"...Deberias leerle, te puede llegar a gustar y mucho. Muy bien. Saludos

Unknown dijo...

muy bueno!

salu2

Vero Mendizabal dijo...

Y no nos sentáramos a relatar estas cosas que nos han cambiado los sueños y han dañado nuestro contexto... las palomas son responsables de que hoy yo haya decido quedarme quieta, inmóvil... las escucho y como vos, se que dicen mi nombre

Vero Mendizabal dijo...

"cuando estaba a un instante de dejarte este mensaje, la palabra de verificación decía "comen"
ellas están aqui y no puedo verlas